CURIOSIDADES DE SILENCIO (45)

La Cofradía del Silencio lleva a la Virgen de Araceli a su Santuario.

Para las fiestas Aracelitanas de 1999, la Real Archicofradía de María Santísima de Araceli, concedió la manijería del paso procesional de la venerada Patrona de la ciudad, en su regreso al Santuario el primer domingo de junio, a la Cofradía del Silencio, recayendo la responsabilidad de ostentar la manijería, en el Hermano Mayor D. Antonio Munoz Navarro. Este traslado, mereció la siguiente cronica que se publicó en la revista Araceli numero 123:


REGRESO DE MARIA SANTISIMA DE ARACELI A SU SANTUARIO


A las siete de la mañana, un primer cohete estallaba en el aire límpio de la mañana anunciando a Lucena que la patrona iba a emprender el regreso a su Santuario de la Sierra de Aras. Poco a poco, la iglesia se fue llenando de fieles aracelitanos que acudían a despedir a la Señora o a acompañarla en su camino de vuelta a la cumbre. En el presbiterio de la Parroquia que presidia la dulcísima Madre de los lucentinos, rodeado con la escolta privilegiada de los santeros, el Párroco D. Felix Vázquez López ofició la Eucaristía, en la que pusieron sus alegres cantos los miembros del coro Aracelitano de «La Buena Gente». En los primeros bancos, con la corporación municipal presidida por el señor alcalde don Antonio Ruiz-Canela, se hallaban la aracelitana mayor, la señorita Lidia Espejo y su corte de damas. Después de las finales palabras de despedida del Párroco, con las estrofas del himno en el aire emocionado de la Parroquia, los santeros tomaron sobre sus hombros el dulce peso de Araceli y la acercaron en sus andas hacia la salida de la Iglesia.


Algo después de las ocho de la mañana, las campanas volteaban anunciando la salida de la Virgen por el arco renacentista de su puerta principal, camino de su Santuario. El repiqueteo seco de las explosiones de los cohetes ponía en el terno azul matutino el anuncio de la despedida de Lucena a su Reina. Un pedestal de flores blancas, salpicadas con los colores que la primavera reparte por los campos lucentinos: rojos, amarillos, malvas..., habían puesto los floristas de la Virgen a sus pies. En torno, todo un pueblo apiñado, aportaba su fervor más delicado; y detrás, en las carrozas, se prolongaba la alegría de estar junto a la Madre un rato más. Numerosos jinetes, vestidos a la andaluza, en hermosos caballos, abrian el largo cortejo de la romeria. Pausadamente, mandada por don Antonio Munoz Navarro, Hermano Mayor de la Cofradía del Silencio, la cuadrilla, formada por miembros de esta Hermandad, llevaron a la Virgen por la calle del Jardín; hizo asomarse la anima primavera del Coso al paso de la Reina y, por la calle de Antonio Eulate la acera a la Ronda, con la Calzada empinándose para verla; y con la iglesia de San Juan de Dios, quizás solicitándole el milagro de su rescate en el grito de bronce de sus campanas.


Con el sol en el bellísimo rostro de la Virgen, el cortejo se acercó hasta la carretera de la Sierra, abierta como un mar de corazones en medio del cual navegaba el barco de María Santísima. Cuando, hacia las diez de la mañana, el paso fue vuelto para que la Patrona mirase a su ciudad antes de comenzar el regreso a su casa, un emocionado silencio se extendió entre la multitud. Luego de los sones del himno nacional, el cortejo comenzó su ascensión hacia la cumbre de la Sierra de Aras. Eran poco menos de las diez de la mañana, cuando la cuadrilla de los santeros cedió las andas al pueblo que se arremolinaba en torno, ansioso de cargar sobre sus hombros el dulce peso de la Patrona. Un inmenso gentío aguardaba el pasar de la Virgen por su fuente, este año incomprensiblemente seca, con el agua perdida tal vez por oscuros vericuetos desde los primeros meses del año. A la llegada a la primera cruz, después de que la cuadrilla diera un par de horquillos, se cantaron la salve y el himno, para proseguir de inmediato la subida hacia el Santuario.


Rondaría la una de la tarde cuando los santeros, tras el poderoso esfuerzo que significa subir de un tirón la última y empinada cuesta de la carretera, colocaron el trono con la venerada imagen en la alta explanada, en medio de los enfervorizados vivas a nuestra Madre. Poco después, entre el humo y el estampido de una traca, la Patrona hizo su entrada en el Santuario, en el centro de cuya nave central quedó depositada mientras arracimados, los hijos, cantaban una emocionada salve. Se cerraba con ello, una vez más, el ciclo primaveral y mariano de las Fiestas Aracelitanas.

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